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La patente de corso era un documento entregado por los reyes y monarcas de las naciones o los alcaldes de las ciudades, con el que daban permiso al propietario de un navío para atacar barcos y poblaciones enemigos. La autoridad prácticamente los incluía en la fuerza marina de su país, legitimaba sus acciones.

Estos permisos eran principalmente otorgados en la Edad Media cuando una nación no tenía los medios para pagar una marina o cuando ésta no era suficiente para sus necesidades de combate. Fueron muy comunes entre países como Francia, Inglaterra, España y las naciones americanas durante su guerra de independencia. Se abolieron en 1856 en el Tratado de París, que daba fin a la guerra de Crimea.

Con esta extensión de autoridad, los atacantes se convertían en Corsarios.  Eran navegantes libres, en su propio vehículo que, en virtud del permiso concedido por un gobierno en una carta de marca o la patente, saboteaban el tráfico mercante de las naciones enemigas de ese gobierno, generalmente hundiendo sus naves, saqueando o raptando.


La principal diferencia entre un pirata y un corsario es la legalidad de sus acciones.
El gobierno de Venezuela es reconocido mundialmente por la creación de títulos virtualmente inútiles (ej. Ministerio para la Felicidad), con el que se da aparente responsabilidad a personalidades conocidas, que sabemos parciales.  Se les da a estas personas amplia aptitud de actuar a voluntad en altos cargos, a beneficio del propio gobierno siempre que defiendan su posición. Los títulos falsos y vacíos emulan las viejas patentes, permitiendo infiltrarse en posiciones de respeto a caracteres deplorables y autorizando sus caprichos.

Es simple lógica decir que los ocupantes de estos cargos (permítanme, nuevos-cargos) innecesarios son básicamente los piratas del mundo moderno.

Por Andrea Yrausquin

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