Unos bracitos se extienden hacia mí, una sonrisa de pocos dientes que me saluda, unos ojitos negros que brillan y un abrazo fuerte me cautiva, entonces entiendo el dicho: “Dios protege a los inocentes”.
Mampote es una comunidad muy pequeña perteneciente al estado Miranda. Está situada en las adyacencias de la autopista Gran Mariscal de Ayacucho, mejor conocida como la vía Caracas – Guarenas. En este lugar, y como parece ser en toda Venezuela, existen dos realidades: la primera de ellas es una urbanización de circuito cerrado que se encuentra cinco minutos después de la entrada de Mampote, allí no pasa nada, viven ciudadanos de clase media que tienen todas las comodidades y servicios públicos.
Mientras que para ver la segunda “realidad” tendríamos que subir una montaña por aproximadamente quince minutos (en carro), donde el panorama cambia bruscamente: la carretera se vuelve un río de baches y huecos imposibles de esquivar, la señal de radio AM y FM se distorsiona, los teléfonos celulares pierden contacto con la civilización, los animales de granja, como gallinas y caballos, empiezan a tomar posesión de la vía y los trabajadores de la zona suben la montaña a pie descalzo. A la derecha tendremos una vista que da hacia los montes del Ávila, mientras que a nuestra izquierda se levantan ranchos inestables de zinc y casitas sucias. Entonces hemos llegado a "Los Cedritos" un pequeño caserío que pertenece a la comunidad de Mampote. En este caserío habitan aproximadamente 300 personas, de las cuales la mayoría son niños.
Desde Dairen, un Centro Cultural Universitario donde asisten y conviven estudiantes de distintas casas de estudios de la ciudad de Caracas, organizamos visitas a la comunidad de Los Cedritos, casas hogar de ancianos y hospitales, siendo la primera nuestra actividad más frecuente. Somos aproximadamente quince universitarias, que un sábado al mes nos levantamos temprano y subimos esa montaña con mucha ilusión de convivir con los niños de dicha comunidad. Allí realizamos desde charlas sobre valores y catecismo, manualidades y juegos, hasta jornadas de entrega de regalos en diciembre y útiles escolares en junio.
Esta comunidad tan pobre no cuenta con una escuela, ni una iglesia. Así mismo, tampoco tienen los servicios públicos que les corresponde, como lo son el agua y la electricidad. Cada familia debe ingeniárselas para conseguir agua potable. Algunos de ellos se organizan en grupos y pagan un camión que va a la comunidad una vez al mes a repartir agua. Otros son más afortunados y han
encontrado manantiales de agua en los terrenos de su propiedad.
Por su parte, la Sra. Marcolina Torres vive en la comunidad desde hace
veintinueve años, con mucha humildad asegura que vive en una casa con piso de tierra, pero que es muy feliz porque tiene tranquilidad. Afirma que han visitado la Gobernación de Miranda haciendo distintas peticiones, entre esas el transporte público, mejoras en el servicio de electricidad y agua potable, así como también restauraciones en la carretera, pero ninguna de estas ha sido atendida.
He tenido la oportunidad de conocer muy de cerca esta comunidad. He compartido con los niños. He visto como llegan descalzos al terreno donde siempre organizamos los juegos. He presenciado como trabajan, como cargan sacos pesados, manejan motos y caminan kilómetros para ir a la escuela o a un hospital, siendo sólo unos niños empezando a vivir. Entonces me pregunto, cómo es que estos niños, teniendo tantas carencias y atravesando tantas dificultades, siempre tienen una enorme sonrisa en el rostro, son dulces, cariñosos y humildes de corazón, más que cualquier otro niño que haya tenido mejor educación y más oportunidades. Y me doy cuenta que ellos han aprendido una gran lección: saben apreciar y valorar las cosas pequeñas de la vida, y por lo tanto, se alegran con el mínimo gesto de cariño que tengas con ellos.
No hay motivación más grande que verlos ir a la escuela con los
cuadernos que mucha gente buena donó para ellos y pensar que gracias a ese
pequeño gesto, que puede parecer insignificante, podrían tener un mejor porvenir. Los niños de Mampote son una luz para esa comunidad. Lo veo cuando les damos clases y convivimos con ellos, en cada momento demuestran lo inteligentes que son y el gran potencial que tienen para ser grandes.
El futuro de nuestra nación está en estos niños, y hasta que nuestro sistema educativo no sacie las necesidades de las nuevas generaciones, lamentablemente, no podría asegurar que cada uno de estos pequeños tenga un futuro brillante. Sin mencionar las demás carencias que pueden tener.
Yo quisiera una Venezuela mejor para ellos, con educación digna, con
calidad de vida, quiero un país que crea en cada uno de sus ciudadanos, sin
distinguir clases sociales, y que nos ofrezca la oportunidad de cumplir nuestros
sueños aquí, que no nos obligue a buscar un mejor futuro en tierras extranjeras. Yo quiero quedarme en Venezuela, quiero construir mi vida en este país que es mi hogar, trabajar y ser parte de la generación que cambie el futuro de niños como los de Mampote.
Por: Jeslin Valbuena Issa
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