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miércoles, 28 de enero de 2015

Ensayo sobre la ceguera

Por Jackeline Da Rocha


Es lo que nos hace falta: ensayar la ceguera. Probar por un instante el reinicio de sistema de nuestro sentido más prolífico, más automatizado. Un ciego en el mundo moderno sólo se pierde de aquellas cosas que los videntes egoístas  no podemos poner en palabras. ¿Por qué, entonces, no nos dejamos llevar por ellas, en la infinidad de la oscuridad? ¿Por qué no ensayamos también la confianza y el desarrollo de los demás sentidos, del instinto?

Saramago ilumina las calles de una ciudad, un país indefinido, con una ceguera blancuzca inexplicable que pellizca paso a paso cada escalón de civilización hasta despellejarla por completo. Como un giro de una peste religiosa, el autor condena a sus víctimas a enfrentarse unas a otras sin saber precisamente a qué se enfrentan, más aún, exaltando las sensaciones.

Es importante acotar que los ciegos son gradualmente recluidos en un manicomio..hasta que todo el mundo se queda ciego. Después no hay límites: ya lo de afuera no es ciudad y lo de adentro deja de ser propiedad.

Los personajes regresan al estado más natural que conocen: el desconocimiento. Les ha tocado volver a empezar, rastrear su casa bajo la yema de sus dedos, cazar con agudo olfato su próxima pútrida comida, hacer caso al más mínimo sonido, y sentirse bendecidos por la lluvia.

Sólo cuando se descubren de nuevo, se quedan solos juntos, y se dan la oportunidad de soñar sin ver, es cuando se recuperan a sí mismos y contemplan perplejos la inmensidad de la interacción humana y la civilización y urbanismo, frágiles ante una tragedia sensorial.

¿Qué pasaría si nos empezáramos a quedar ciegos, uno a uno, ahora mismo? No sabríamos encararnos, apenas pedir ayuda. Nos dejaríamos a morir.

Una pérdida es lo que necesitamos para darnos cuenta de qué necesitamos.

Yo, ver.
Yo, querer.
Yo, correr caer perder.
Yo, dejarme a morir.
Yo. Ver de nuevo.

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