Por Jackeline Da Rocha
Saramago ilumina las calles de una ciudad, un país indefinido, con una ceguera blancuzca inexplicable que pellizca paso a paso cada escalón de civilización hasta despellejarla por completo. Como un giro de una peste religiosa, el autor condena a sus víctimas a enfrentarse unas a otras sin saber precisamente a qué se enfrentan, más aún, exaltando las sensaciones.
Es importante acotar que los ciegos son gradualmente recluidos en un manicomio..hasta que todo el mundo se queda ciego. Después no hay límites: ya lo de afuera no es ciudad y lo de adentro deja de ser propiedad.
Los personajes regresan al estado más natural que conocen: el desconocimiento. Les ha tocado volver a empezar, rastrear su casa bajo la yema de sus dedos, cazar con agudo olfato su próxima pútrida comida, hacer caso al más mínimo sonido, y sentirse bendecidos por la lluvia.
Sólo cuando se descubren de nuevo, se quedan solos juntos, y se dan la oportunidad de soñar sin ver, es cuando se recuperan a sí mismos y contemplan perplejos la inmensidad de la interacción humana y la civilización y urbanismo, frágiles ante una tragedia sensorial.
¿Qué pasaría si nos empezáramos a quedar ciegos, uno a uno, ahora mismo? No sabríamos encararnos, apenas pedir ayuda. Nos dejaríamos a morir.
Una pérdida es lo que necesitamos para darnos cuenta de qué necesitamos.
Yo, ver.
Yo, querer.
Yo, correr caer perder.
Yo, dejarme a morir.
Yo. Ver de nuevo.
Yo, querer.
Yo, correr caer perder.
Yo, dejarme a morir.
Yo. Ver de nuevo.
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