La Venezuela que nos merecemos los venezolanos
Las playas, la música, la comida y las mujeres no son lo más bello que tiene Venezuela. Es su gente. Los venezolanos compartimos una cultura hermosísima que aún con nuestro idioma infinitamente matizado no podemos describir. El vínculo que compartimos los que ponemos pie en esta tierra es más rico y fuerte que la suma de sus partes.
Desde la Declaración de Independencia, los venezolanos han tomado en sus manos lo que les pertenece, haciendo libre uso de su soberanía.
Pero hemos perdido de vista lo importante: esa vista.
Cuando miro el Ávila recuerdo por qué me gusta mi ciudad, por qué vivir en ella vale todas las penas. Compartir con los caraqueños la inmensa ola que rodea el valle es un buen despertar todos los días.
Ezequiel Martínez Estrada, visionario, se dio cuenta de la moderna perversión de los sentidos que implica la vida en una urbe actual. El despropósito de todos nuestros sentidos debe ser una preocupación para los que aprecian la vida citadina como debe ser.
Nuestras capacidades corpóreas de apreciación natural se han convertido en escudos, en una coraza que nos protege de los escudos de los otros. Ya no vemos la belleza de la arquitectura o del cielo, apenas miramos el suelo o un poco más allá de nuestra nariz para no tropezarnos. No escuchamos la suave música del hablar citadino sino los gritos y cornetas. No olemos las flores que nos trae la brisa, la basura nos perturba. No tenemos un gusto propio, lo hemos dejado de lado por los de otros. Y finalmente nuestro tacto se ha fortalecido a manera de insensibilizarse.
Pero ¿qué hay del sexto, séptimo y los demás sentidos? Yo creo que hay que sentir a Venezuela con todo. Lo que yo siento hacia otros venezolanos es también un sentido, una manera de sentir. Y ella también ha cambiado.
Cómo yo siento el suelo que piso ha cambiado. Cómo disfruto mi arepa. Cómo me despierto cada mañana para una clase de historia, una clase que me enseña no lo afirmativo sino lo positivo venezolano. Ha cambiado. Me di cuenta de que estaba ciega.
Me dejé cegar por un velo de niebla. Una niebla sediciosa que ha caído sobre mí y mis hermanos venezolanos. Un engaño con el que nos quieren hacer pensar que lo mejor siempre lo tienen los otros, que por más que nos esforcemos no podremos llegar a donde nos propongamos.
La historia de Venezuela me ayudó a desvelarme. Revisarme a mí misma y darme cuenta de que estoy en el país más bello del mundo. Y darme cuenta de que la manera de desvelar a los otros es iluminarlos con su historia y con su pasado. Con la obra de nuestros próceres e intelectuales olvidados.
Los Bolívar, los Miranda, los Briceño Iragorry, los Picón Salas, los Mijares, los Seijas, los Uslar Pietri. Cuando miramos hacia atrás, realmente viendo, encontramos una identidad pura que se formó con esfuerzo y ganas.
No podemos dejar en el olvido llenos de polvo a quienes trajeron la modernidad a nuestro país, quienes compartieron con nosotros su luz y en su altruismo guiaron a nuestras futuras generaciones.
Entender cómo se formó mi país me ayudó a entender el daño que se le está haciendo. No hay mejor aprendizaje que el que busca uno mismo. Cuando me interesé realmente fue cuando me sentí diferente.
Recuperando nuestras raíces podemos poco a poco recuperar nuestros sentidos. Volver a ser unos con otros y compartir el país que queremos.
Muchos dicen que los jóvenes son el futuro, pero no se dan cuenta de que son el presente. El día es hoy y debemos tomarlo.
Para tener la Venezuela que nos merecemos debemos tratar de ser los venezolanos que ella merece. Educar a los jóvenes en su historia es el primer paso de acción hacia una mejor Venezuela y para recordarlo sólo necesitamos mirar al Ávila.
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